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¿A qué tendremos que renunciar con la “nueva normalidad”?

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¿A qué tendremos que renunciar con la “nueva normalidad”?

Ha llegado el momento de la desescalada, de empezar a salir la calle y vivir una normalidad que poco tiene de normal por mucho que nos empeñemos en rebautizar como “nueva”. ¿Qué normalidad hay en no poder besar, no abrazar, no acercarse para decir una confidencia? ¿Qué normalidad tiene salir a la calle e ir esquivando gente por miedo al contacto?

Para mí no es “normalidad” esta libertad relativa que nos dan con cuentagotas después de pasar desde el 14 de marzo encerrados en casa. Unas casas que se han convertido en nuestra fortaleza. Yo no he tenido que salir a trabajar fuera de las cuatro paredes que me protegen. No tengo perro que pasear. Las salidas a la calle han sido contadas: una vez a la semana para comprar los productos básicos de alimentación e higiene.

Encerrada entre estas paredes me sentía a salvo. Miraba al exterior desde la ventana como se ve una película, en la distancia. Nos han dicho que no saliéramos, que los contactos con otros podían ponernos en peligro. Aún con todo esto grabado a fuego, llega el momento de rebobinar y empezar a pensar en el regreso a la oficina, en coger el metro o el autobús, en el tráfico, en las carreras que casi habíamos olvidado, en las aglomeraciones en la Gran Vía.

Y no sé cómo enfrentarme a eso. Acostumbrada al distanciamiento, incluso a la soledad (dentro de lo que supone compartir 24 horas al día en familia), pensar en gente llega a agobiarme. No sé si me apetece esta “nueva realidad”. Quizás me he acostumbrado demasiado a este modo de vida confinado. Al encierro. Un pequeño espacio en el que sientes que tienes todo bajo control.

jugar en la nueva normalidad
Freepik / Prostooleh

Me gusta estar en mi “cabaña”

No sé si es miedo. Yo pensaba que sufría algo así como un síndrome de Estocolmo post COVID, que me había hecho a la nueva realidad y vivía cómoda con ella. Ahora sé que los psicólogos tienen un nombre para esto, el síndrome de La Cabaña.

El resumen es sencillo: el miedo a salir fuera, la angustia ante lo desconocido después de haber estado en un entorno seguro. El trasfondo no lo es tanto. Sí, sabes que la angustia no te puede paralizar, que no te tienes que dejar llevar, pero el miedo es libre.

Y no es para menos. Las cifras de víctimas marean. Tener que salir a la calle disfrazado con guantes y mascarilla no ayuda. Las precauciones son tantas: guardar la distancia de seguridad personal, asegurarte de que nadie esté a tu lado, tener cuidado de no tocar elementos en la vía pública o el transporte. Demasiadas cosas en las que pensar para volver a llamar a esto “normalidad”.

Quiero otra nueva normalidad

Sinceramente no creo que el síndrome de La Cabaña sea lo mío. No es que tema salir a la calle, ¡es que no quiero perder las pocas cosas buenas que esto me ha dejado! No quiero separarme tan pronto de los míos, no quiero horas y horas dedicadas al trabajo sin poder estar con mi familia, no quiero volver a no saber conciliar, a no poder jugar con los niños o a no tener fuerzas ni ánimos para compartir un rato de lectura por la noche.

Ahí queda. Quiero una “nueva normalidad” donde las pocas cosas que hemos disfrutado en este confinamiento se mantengan. Una normalidad mejorada donde evitemos todo eso que sabemos que antes hacíamos mal. Lo dicho, no creo que salir a la calle sea mi problema. Lo que quiero es reiniciar la normalidad de un modo distinto.

Pero, todo apunta que no va a ser fácil. Si en este periodo que hemos pasado la salud era lo principal, ahora lo básico es la economía. Y cuando el euro es el que manda… ¿significará renunciar a lo poco bueno que nos ha dejado esta situación?

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